ESTÉTICA DE LA EXTINCIÓN

IVÁN DE LA NUEZ


Iván de la Nuez es ensayista, crítico y curador.  Nacido en La Habana, ha sido jefe del departamento de Actividades Culturales del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y director en La Virreina Centre de la Imatge. Colaborador habitual en medios como El País y La Maleta de Portbou, ha publicado entre otros libros, La balsa perpetua; El mapa de sal; Fantasía Roja; El comunista manifiesto; Teoría de la retaguardia; y Cubantropía. Ha también sido comisario de numerosas exposiciones, como Parque Humano; Postcapital; La Crisis es Crítica; Atopía; El arte y la ciudad en el siglo XXI; Iconocracia; Pintar contra el tiempo; Nunca real / Siempre verdadero; y La utopía paralela.


Uno. Al contrario de lo previsto por el famoso dictum de Marx, hoy los hechos parecen suceder primero como farsa para repetirse, después, como tragedia. Y esto es así porque, en nuestro horizonte, ya no avistamos la redención, sino la extinción. De manera que la historia, la política o la economía se van arrastrando a través de esta continua demolición desde la cual, en lugar de avanzar hacia la desaparición del Estado propuesta por el socialismo clásico, caminamos hacia la desaparición de la sociedad impuesta por el neoliberalismo. (Ese punto de éxtasis reaccionario en el que, según Margaret Thatcher, solo quedarían individuos).

Aunque muchas veces se ha creído a salvo –“el infierno son los otros”-, la cultura forma parte de esta deriva; incluida su zona de producción, consumo o circulación de las imágenes, así como sus utopías remanentes. Entre otras, las de Marcel Duchamp o Joseph Beuys, quienes proclamaron que cualquier objeto podía acabar siendo arte y cualquier persona artista. De ese ideal estaban hechos los sueños de un esparcimiento creativo donde la gente común, en sus ratos libres, podría cazar, pescar, escribir o hacer crítica sin necesidad de ser -aquí Marx- “exclusivamente cazador, pastor o crítico”.

Hoy, sin embargo, el hecho mismo de habitar y testimoniar la extinción -de generar sus múltiples imágenes y sus escasos imaginarios- ya nos convertiría en artistas y no en simples mortales que actuamos como si lo fuéramos.

En esa encrucijada se emplaza la obra de Max de Esteban y, de paso, este libro de textos diversos que se detienen a pensarla. Si Paul Virilio habló de una Estética de la desaparición, De Esteban se interna en una estética de la extinción que prosigue y discute a partes iguales las tesis del urbanista y pensador francés. Virilio expande su pensamiento desde la dicotomía entre lo material y lo virtual, lo táctil y lo digital. En Max de Esteban, esos mundos ya se han amalgamado, dando un paso más allá del Cibermundo de Virilio e interviniendo en el malestar de una cultura que nos cuesta habitar tanto como nombrar. Si en Virilio predomina la velocidad, en el conjunto de piezas que arman Estética de la extinción queda plantada una bandera crítica de la inercia. (Que es la continuación de la velocidad por otros medios). En esa cuerda, y ante el llevado y traído “fin de la historia”, proclamado por Fukuyama, Virilio perfiló el fin de la geografía.

Los textos y la obra a debatir en este libro tampoco comulgan con el fin de la historia, aunque no pueden soslayar el tono crepuscular propio de quienes se asoman al precipicio.

A esa dimensión abisal, el sociólogo ruso Alexei Yurchak la definió como “hipernormalidad”. Un término con el que explicó la hecatombe soviética y que fue rescatado más tarde por el cineasta británico Adam Curtis para aplicarlo al crack del capitalismo financiero de 2008. Ese acercarse al barranco “como si no pasara nada”, generó, pues, un concepto capaz de revelar el desplome de los dos sistemas antagónicos del siglo XX.

La obra de Max de Esteban se sitúa entonces, en el siglo XXI, como una especie de Anti-Gatopardo. Y en la línea de Yurchak, no en la de Lampedusa, capta este momento en el que nada parece cambiar para que, en realidad, todo mute. En esa cultura que se transforma y extingue al mismo tiempo, al liberalismo (verbigracia del prefijo neo) le sucede algo similar a lo que Simone de Beauvior detectó en el Marqués de Sade: es un pensamiento económico que se ha vuelto loco. Dirige nuestra vida de manera delirante sin darse cuenta de que ya no pertenece a este mundo. La diferencia es que el nuevo régimen que habría de encerrarlo en la mazmorra también se ha venido abajo y no funciona como alternativa. De ahí que no solo se mantenga libre, sino que, además, pueda permitirse encarcelarnos a nosotros.

Dos. La estética de la extinción está marcada por una cultura que no es la de la autoridad, sino de la interpelación. Nunca antes, la humanidad había conocido una manera tan intensa y extensa de interceptar, interrogar, maldecir o modificar obras, intenciones, autorías. De ahí la imposibilidad de volver a construir un canon o venerar a una élite. De ahí que nuestra capacidad descriptiva sea superior a nuestra capacidad teórica. De ahí que, por cada mil testigos encontremos un demiurgo. Y de ahí que vivamos y narremos, al mismo tiempo, la obsolescencia de todo lo conocido: los algoritmos, las finanzas ya casi del todo virtuales, las transgresiones ya casi del de todo financiadas, las colecciones ya casi del todo impregnadas en sus contenedores -esos edificios tan o mas iconográficos que sus contenidos.

Frente a este arte, Tom Mitchell nos recuerda que esa estética de lo que se extingue es diferente a la que conocimos. Por eso no tiene mucho sentido ventilarla como otra crisis cíclica o con las viejas teorías lapidarias que se han solazado de manera recurrente en la muerte del arte y la novela, la historia y el autor.

Las series de Max de Esteban detectan, además, que la estética de la extinción no tiene lugar porque obras y artistas sean escasas o menguantes. Todo lo contrario, es en el reino de la cantidad donde se asienta nuestra catástrofe. Nuestra cultura se sumerge en el volumen y no en la cualidad. Es así cómo De Esteban edifica un discurso visual a partir de nuestras paradojas cuantitativas: en el hecho de producir más imágenes de las que podemos captar, o más dinero del que podemos gastar. En esa tesitura, se desvanecen las viejas interpretaciones, zozobran las hermenéuticas previas. No hay forma de llegar al origen de las obras, el dinero, las personas desplazadas, las colecciones de arte que quedan a la vista de la muchedumbre o se mantienen escondidas en los sótanos de poquísimos afortunados. La extinción, sin más, como la forma “hipernormal” de un fin de ciclo, cuyo valor es tan intangible como el de las criptomonedas.

En ese mundo de lo incontable, la figura del disidente, el héroe o el desplazado apenas se han vuelto cifras, han sido despojados de su singularidad épica. La Historia, así mayúscula, no los puede contener; como El Museo, igual de mayúsculo, ya no puede alojar todos los problemas del mundo. Convendría admitir que se ha cerrado el círculo que va de Aby Warburg a George-Didi Huberman, su reivindicación de ese Atlas convertido en un castillo capaz de almacenar y licuar nuestras contradicciones. Y convenir que, una vez alcanzada su implosión, el propio mundo se convierte -otra vez Virilio- en el museo inabarcable de su catástrofe.

En esta magnitud cuantitativa, la estética de la extinción tropieza con otra paradoja: le falta originalidad y, a la vez, no puede dejar de descubrir continuamente nuevos hitos. Al final de la jornada, todos hemos sido Adán, pero no por una vez en la historia, sino por una vez al día. Y claro que seguiremos hablando de “cultura”, “obra” o “museo”, pero no porque esas palabras designen los estamentos a los que, en realidad, aludimos, sino porque no tenemos a mano otros términos para nombrarlos.

Max de Esteban lo intenta a través de una obra desde la cual lidiamos con una cultura sin arcanos en la que casi todo está a la vista. Una cultura que ha adquirido vida propia y cuya vitalidad queda demostrada, precisamente, en su declive. Una cultura que palpita mientras avanza hacia el acantilado, aunque no de manera torrencial sino volcánica. No remite a la tormenta súbita que nos cae encima, sino a una lava que camina lentamente, igual que esas películas, exasperantes y desasosegadoras, que avanzan en tiempo real ante nuestra mirada.

En eso consiste, quizá, una filmografía de la extinción: es un cine que no admite edición.

Tres. Estética de la extinción es un libro de ensayos alrededor una obra que es, de muchas maneras, ensayística. (Aunque no exactamente conceptual en el sentido convencional de esta corriente). Divido en tres partes –“Estética”, “Extinción”, “Diálogos en una caverna futura”-, esta obra colectiva nos remite, sucesivamente, al arte, a su tema y al artista. Al cómo, al qué y al quién. A lo imaginado, lo digerido y lo expulsado después de distintos procesos y cruces. Es por eso que aquí importa por igual aquello en lo que se enfoca esta obra como sus mecanismos interiores (esos que tanto preocupan a Coetzee).

Lo que Oteiza le pedía al arte, puede demandársele también a un prólogo: es mejor que señale a que narre. Algo, por otra parte, prácticamente obligatorio ante la nómina de autores y autoras que aquí se entrelazan: Franco “Bifo” Berardi, Valentín Roma, Laura González Flores, Rafael Argullol, Michel Feher, Félix de Azúa, Bill Kouwenhoven, Diana Padrón, Lorenza Pignatti, Carles Guerra, Walter Benn Michaels, Andrea Soto, W.J.T. Mitchell, Paul Wombell, Cuauhtémoc Medina, Alejandro Malo, Hamidah Glasgow o Crisia Miroiu.

(Además de sus textos, resultan particularmente estimulantes unos diálogos finales en los que no falta la polémica.)

Y es que, de cara a cada texto o entrevista, la obra de Max de Esteban ha servido como estímulo o espejo, límite o problema. Ha requerido nuestra explicación y nos ha explicado a nosotros. De ahí la pléyade de interrogantes que se intentan responder. Y que ha llevado a asimilar su estética de la extinción como una poética construida desde y sobre el caos; atravesada por el miedo, la locura o la asfixia propia de una historia al límite. Una obra generada por un meta-fotógrafo que, más que producir imágenes, ha preferido “reenmarcarlas”. Un arte capaz de imitar al arte y de perseguir sin tregua a esos extintores que ni siquiera saben que lo son.

Gracias a estos ensayos y diálogos llegamos a preguntarnos si es posible entender la fotografía sin saber lo que implican, respectivamente, mirar y leer. O si tiene algún sentido calibrar las imágenes sin un conocimiento profundo de la ideología.

Eso sí, no se ronda a Max de Esteban desde una búsqueda de Wikipedia o un curso de activismo para dummies. Y ahí radica el atractivo de una labor que interesa, por igual, a escritores y a artistas. Una trayectoria que demanda acudir a René Burri o Martin Parr, pero también a Brecht. Por proximidad o por distanciamiento, por sofisticación o por rudeza.

Aquí se interroga al arte para que nos abra un código que antes nos parecía indescifrable. Tal vez porque estos rompecabezas visuales, como adelanta una de las hipótesis de este libro, están hechos de fragmentos de sentido del mismo modo que los de Rauschenberg estaban hechos de fragmentos de imágenes.

¿Cómo una obra puede ser al mismo tiempo interludio y rito de paso? ¿Cómo puede contaminar y a la vez “ensuciarse”, siempre dispuesta a escapar de la pulcritud? ¿Cómo es posible acarrear la paradoja de una idolatría nihilista? ¿Puro camuflaje en un mundo vaciado de todo significado? No falta aquí una anticipación a lo que hemos vivido bajo la pandemia; aunque si esta obra es contemporánea no lo es por estar a la altura de su tiempo sino en contra de este.

Alguien nos recomienda, en estas páginas, zambullirnos en este atmósfera caótica dejando de lado el análisis y acudiendo, directamente, a la ficción: que vengan Pynchon y Orwell a auxiliarnos un poco. Y hay quien se pregunta si no estaremos ante un forense que se dedica a destripar la anatomía de la máquina. El interior de lo artificial que ya nos sustituye y supera, propio de unos artefactos a los que se llevará por delante la obsolescencia decretada por una muerte programada o fuera de programa.

¿Es la fotografía parte intrínseca de la catástrofe hasta el punto de que, por más que la señale, no puede evitarla? ¿Es la imagen un rehén atrapado por el fotocapitalismo como una extrema venganza? ¿Puede la artificialidad del arte detener el orden natural del mundo? ¿Puede torcer el lenguaje y el desastre hacia un sitio en el que, al menos, aplacemos la extinción? ¿Es la avalancha de las nuevas tecnologías el colofón de una anti-utopía neoconservadora por la que Milton Friedman había suspirado medio siglo antes? ¿Somos seres en medio de un bosque biocibernético abandonados a un proceso continuo de aprender a pensar? ¿Podemos leer a Max de Esteban como una actualización del relativamente olvidado movimiento “Precisionista”? ¿Hasta qué punto los recuerdos están determinados por los colores moldeables y plásticos de la memoria? ¿Existe algo parecido al futuro cuando uno se está extinguiendo? ¿No sería mejor hablar de un deslizamiento del presente? ¿Estamos listos para ver el mundo sin nosotros?

Y cuatro. Muchos artistas dan qué hablar. Pero pocos, como Max de Esteban, dan qué pensar. A través de sus series, nos topamos con la funesta verdad de que, en nuestra cultura y en nuestra sociedad, florece el autoritarismo en nombre de la libertad, la tiranía en nombre del mercado, los muros en nombre de la globalización, las jaulas en nombre de las utopías.

Por todo ello, acaso el objetivo último de esta obra -de un experto en algoritmos, movimientos de la bolsa, Inteligencia Artificial- sea el de un humanismo no por tardío menos apremiante. Y la sospecha de que, sin ese humanismo, esta época se extinguirá…

Pero después de nosotros.